sábado, 7 de junio de 2014

No tenía nada que envidiarle a ninguna de las estrellas.


Paseaba por París como si estuviese enamorada. 
Caminaba de una calle a otra, sin rumbo, sin dirección, con la mente en las nubes y los pies gastando suela contra los adoquines de la ciudad. La mirada perdida y una débil sonrisa.

Nunca se paró a pensar en el qué dirán. Nunca hablé con ella, me quedé con las ganas, pero lo sabía. Era como si la conociese desde siempre, algo en ella hacía que me sintiese como en casa. Mucha magia tiene que haber dentro de alguien para hacer sentir como lo hacía ella. Me ataban lazos a ella, pero a ella no la ataba nada a mí. ¿Os habéis parado a pensar alguna vez como esto es posible?
Muchas veces simplemente la observaba mientras comía en el Quartier Latin, deprisa y entre clase y clase. Cuando tenía tiempo, la he llegado a seguir. Entre sus posesiones y sus prendas favoritas, un bolso tan grande, que pensé que algún día llegaría a sacar la caja de Pandora de dentro, pero solo sacaba libros, cada semana uno diferente. 
La he visto tirarse en Montmartre, ella sola, a leer. 
La he visto pasearse por les Champs-Élysées, entre tienda y tienda. Nunca compraba nada, pero siempre se quedaba más de 1 minuto observando cualquier cosa que brillase. Para mí, la que brillaba era ella.
Y para asombro mío, nunca llegué a verla encaminarse hacia la tour Eiffel. Eso sí, iba hasta la plaza del Trocadero a reirse de los guiris que intentaban sacarse fotos ridículas con la tour Eiffel de fondo. Más de una vez la he pillado ensimismada, con la vista fija hacia una petición de mano. Ponía la misma cara que cuando se fijaba en algo brillante de alguna de esas tiendas carísimas en las que yo miraba a través del escaparate.
Tampoco la vi nunca acompañada. Las pocas veces que la vi hablando con alguien fue dentro del Musée du Louvre, un artista que se dedicaba a realizar copias de obras de grandes como Delacroix, van Eyck, Vermeer o Caravaggio. Se trataba de una de esas conversaciones compuestas por seis frases, un saludo, un halago hacia la pintura y una despedida. 
¿Cómo podía tener envidia de algo tan simple?
Todo esto son detalles, apenas imperceptibles a no ser que te pasaras tantas horas como yo observándola día sí, día también. 

Me quedé con las ganas de ser el artista, de admirar su belleza, de invitarla a un café, un paseo, quizás una cena, hacer de su vida y la mía, nuestra vida, y convertir todo en una obra de arte. Claro que arte y belleza son conceptos con significados diferentes según la persona y su modo de vivir.

3 comentarios:

  1. Ojalá le hubiese dicho algo.
    Me encantan las escenas que has descrito.
    París tiene algo mágico, y parece que la magia es contagiosa.

    *abrazos*

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  2. Cómo no querer ser el artista y admirarla y tal vez, hacerla eterna.

    Salud y abrazos.

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  3. Gran problema ese, de quedarse con las ganas...
    Ella seguro era una joya, la mas brillante de todas: una obra de ARTE.

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